miércoles, 16 de febrero de 2011

De traucos, brujos y el apego a la tierra

“No sirve escribir en la arena porque se va la memoria” (Aurelia Cheuquepal, de La Rinconada).





Introducirse en los mitos de la región es vagar por terrenos confusos, desvinculados y muchas veces hasta incoherentes al no estar presente la matriz que los contenía originalmente.
Hoy podemos observarlos como argonautas en un cosmos que aparece desintegrado, erosionado y adherido por fragmentos a una realidad de otros tiempos y otras culturas.

Así y todo, las creencias que trajeron los pueblos llegados desde el otro lado de la cordillera siguen vigentes a través del testimonio de los ancianos, tratando de sobrevivir en la sociedad moderna, aún guardando su autonomía y sus formas más primigenias.

Dos leguas antes de llegar al lago, hay un camino a la izquierda que baja hasta el arroyo. Esa es la rinconada mapuche. Atraviesa el sendero por un intrincado bosque tupido con renovales de radales y cipreses. Raíces labradas en vivo por las hachas lugareñas para ir abriendo huellas, recovecos entre musgos y palos podridos entre tanta vida emergiendo desde la faz de la tierra, a borbotones, a canto de chucao y huete-huete.

Este es el territorio de los mapuches. Se los ve arreando yuntas de bueyes o portando rústicos arados, rodeando chivas, cosechando papas. Las casas emergen como parte del monte mismo y el destino es la población de Aurelia Cheuquepal.

Vive sola en un ranchito muy deteriorado y clama por una casa: “¡Como mi Dios no va a velar por mí, para que algún día tenga casa como cualquier cristiano!”. “De casa estoy mal, pero del resto no”, recita sin que le pregunten.

“Mis antepasados mayores eran indios duros, medio revolucionarios, que exigían sus derechos. No dejaban que los pasaran a llevar”, anticipa sin mayores preámbulos.

Los tiempos han cambiado, pero poco de modernidad ha llegado a la gente de estos parajes. Siguen viviendo penurias económicas y su desarrollo está retrasado ante tanta tecnología. Eso sí, llegó la motosierra que “ya no deja chiflar al Trauco en el bosque”.

La mitología araucana, como consecuencia de las migraciones originadas desde Chile, mantiene plena vigencia y similitud con las leyendas trasandinas que marcaron para siempre a los pueblos de estas latitudes.

Aurelia habla todavía el “mapudungun” (la lengua materna) y es consejera de sus “peñis” (hermanos): “Antiguamente esta era una tierra encantada. Antes, cuando vivían mis finados mayores, ellos tenían muchas creencias. A última hora de sus vidas me dejaron encargado que yo nunca olvide mis costumbres. Y mi finado padre fue el que más me rogó que nunca me aparte de mi comunidad indígena y menos que olvide mi tradición. Todo por eso lo hago”.


Los brujos son “otros transeúntes de la noche” que todavía siguen perturbando por La Rinconada: “Si la casa está ´traqueando´ (que hace ruido), es porque los hechiceros le han tirado tierra de cementerio”, asegura Aurelia.

Un trozo de palo hirviendo sobre la cocina de leña, da una pista del insondable misterio: “Esto lo usan especialmente las mujeres contra los brujos y el “ruende”, también como collar para los perros apestados”, se apura en aclarar en un parloteo donde arcaísmos coloniales se entremezclan con la sonoridad de la lengua nativa, que no hablan muchos, pero que sirve de sustento básico a sus diálogos.

Enseguida, la mujer empieza a detallar una lista interminable de brujos y machis (curanderas), provocadores de males, y “muques” (amuletos) para contrarrestarlos, en función que los mapuches creían que la muerte siempre era provocada por factores externos (especialmente hechicería).

Los brujos

Según la anciana, “cuando tuve juicio (conciencia), por acá era pura montaña, montes tremendos de altos. Una vuelta, mi padre y mi tío Heberto iban a cierta parte, pero antes de entrar de pronto vieron una lucecita en el cielo que se baja justo en la pampita, allí mismo. Eran dos personas. Venían del lado de Cholila. Ellos se arrinconaron en un galponcito que antes unía la casa grande con el fogón. Estaba entre dos luces, así que le vieron hasta el color de la ropa. El tío sacó su pistola –porque entonces se usaba cargar armas- y le dijo a mi padre: ´¡a estos los mato!´. Pero mi papá se lo impidió…”.

“Ahí se iba a ver, porque dicen que el arma no les hace nada mientras no estén bendecidas las balas. De ahí emprendieron vuelo, cuando corrían daban saltitos como los jotes. Vinieron aquí a este campo que era del finado Pino, abuelo de mi cuñado. Ahí estaba la juntada de los brujos”, concluye.

La mujer también cree en “El Caleuche”, mítico barco iluminado que transporta gente extraña y que se desplaza por el aire, con navegantes extraviados en la neblina: “Esa creencia vino de Chile, había un viejito que contaba como aparecía por la cordillera”, asegura.

Aurelia Cheuquepal, con más de 90 años, poco ha salido de su pago. “Me legitimé sola -dice orgullosa- porque antes los mayores no sabían nada de papeles. Como a los doce años agarré un caballo, fui hasta el juzgado y me legitimé”.

A los 16 años tuvo a su primera hija: “La tuve sola al lado de un fogón y sobre el pellejo de una oveja. Afuera había una tremenda nevada”.

Todo lo relata con pasión y convencimiento: “Mi mamá siempre decía: ‘está terminando la carne, hay que carnear. ¡A matar una oveja!´. O si no se iba al corral a agarrar un pavo, una gallina... Todo eso ayudaba a la gente, igual que la quinta. Algunos en el campo todavía mantienen esas tradiciones, pero el moderno prefiere comprar un pollo que criar una gallina en la casa”.

Creencias

Conversando acerca de cuestiones religiosas opina que “los mapuches somos más religiosos que los huincas. Cuando pitamos, la primera bocanada es para nuestro Dios (Nguenechen) y por eso va para arriba; y la primera cebada de mate es para la Ñuque Mapu (Madre Tierra), por eso la tiramos al piso. Así agradecemos por el tabaco y la yerba que tenemos”.

Naturaleza y tierra tienen relación inseparable con esta comunidad, compuesta por campesinos, chacareros y artesanos, donde los mitos, las tradiciones, costumbres y leyendas han sido transferidos de padres a hijos en torno al fogón que es el espacio vital de todo hogar aborigen y sostén de la unidad familiar.

La transformación y la alteración en el dominio de la tierra y la sobreexplotación de los recursos, “son las cosas que más afectan al mapuche”, a su criterio.

Economía

El bosque y su entorno han privilegiado desde siempre la economía local. Pero se está raleando. Las “mingas” entre vecinos para rastrear madera hasta los aserraderos ya no se practican. El sustento diario se completa con la producción casera, algo de recolección y la venta ocasional de algún excedente. Hoy los hombres tienen que salir a trabajar en los oficios más diversos. “Antes salían a trabajar para el sur, en las esquilas”, una actividad que ya no existe.

San Juan 

Aurelia se recuerda joven, cuando “para las noches de San Juan (24 de junio), ya por la mañana se gritaba a todo pescuezo:´¡San Juan, San Juan!, ¡Que viva San Juan!´ Una aprovechaba de lavarse el pelo porque las aguas amanecían benditas y por eso crecía bonito, sedoso. La noche anterior se iba a rallar papas y se colaba en el arroyo. Como uno tenía que dejar la ´chunga´ (mezcla de papa fermentada) ahí para que el chuño se forme en el fondo, no faltaba el que andaba con sus travesuras y le escondía el preparado”.

El chenque

Aurelia conoce que cerca, sobre la barda del cerro vecino, existe un antiquísimo “chenque” (cementerio) donde los poyas y tehuelches (antecesores de su pueblo), sepultaban a sus muertos. Sus padres, al igual que “los otros paisanos viejos”, respetaron siempre el lugar y sus huesos también están allí.

Se habla de “entierros”, ya que era costumbre que la platería del difunto se depositara junto al cuerpo. La anciana desvía el tema. Ella no tiene esa necesidad compulsiva “de los blancos de andar escarbando lugares sagrados”. Como los porfiados matorrales de la loma, ha aprendido del aislamiento y se ha endurecido con la fuerza del viento patagón.

Ella, en su sabiduría, está en paz con sus recuerdos.

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